Lluvia.






   Cae lánguida y serena
por el aire entrecortada
con la brisa se desvive
con el céfiro se desgarra.
   Las gotas que se deslizan
por canalones de plata
repican como centellas
y en la acera ya resbalan.
   Llueve sobre la Zubia
y nublada está nuestra alma
el silencio que nos envuelve
con las gotas nos embarga.
   ¡Ay como siento llorar!
a esa niña a mis espaldas
que se ha mojado la ropa
y su madre le regaña.
   Por las calles nacen cauces
breves y de aguas mansas
que nos hacen suspirar
ahora y de madrugada.
  Por las cumbres de La Zubia
esas que verdes están bordadas
se disuelve el sirimiri
meciéndose entre las ramas.
  Y en la plaza ya desierta
con la encina muy callada
la lluvia se desliza tersa
escuchando las campanas
que tañen desde la iglesia
ahogando la hermosa mañana.



Poetas en La Zubia


  Se cuenta que en La Zubia, en el siglo XII, se reunieron dos poetas de esa época Andalusí. El documento es una poesía que relata el encuentro que se produjo en el jardín de una huerta de retiro que poseía  Ibn Said, otro famoso poeta. Solo decir que mi imaginación salió al vuelo cuando me enteré de esta historia.  








  La mañana se tercia cálida y suave. Los rayos del sol despiertan claros y risueños, pellizcando las florecillas que aún, llenas del rocío alboreo, duermen estáticas, inmóviles, cautivas de la tierra que con su abrazo eterno las deja adormiladas hasta más entrado el día. 
  El murmullo cantarín del agua de la acequia se dibuja como una pincelada de azul de sevres que zigzaguea juguetona por los campos sembrados de temprana hortaliza.
  Las nubes, algodonosamente blancas, vigilan el paisaje que se yergue diáfano y colorido, bañando de una luz purpúrea todo el arijo verdoso que cubre la vega. Un labriego, con sombrero de paja y camisa remangada, desbroza las malas hierbas.
  Me siento al borde de la acequia y saco mis cuartillas blancas y límpidas esperando a ser estigmatizadas con versos y estrofas. Por mi mente, se esbozan paisajes vírgenes de letras y palabras que golpean mis sienes sacudiendo mis sentidos. Como fantasmas, vagan ante mí personajes de antaño, que recorrieron estos mismos horizontes, estos mismos caminos, estas sendas que rodean el pueblo.
  Observo los alrededores y la mirada se detiene ante una huerta retirada, pequeña, austera, mística que se deja envolver por un aura de grandeza histórica dejando revivir fastos días de reposo y retiro.
  La reconstruyo vagamente, intentando darle vida, procurando recobrar esa esencia majestuosa que pudieron disfrutar sus antiguos moradores.
  La entrada, con su fastuoso arco trespuntado, enmarca la doble puerta de madera que luce dos aldabones inmóviles, silenciosos, casi con miedo de romper ese silencio que envuelve el ambiente.
  Traspaso el quicio lentamente, con sigilo, dejándome embaucar por el gozoso sonido del agua de la fuente que aparece a la derecha del pequeño patio. Sus columnas, con sus impostas sujetando los arcos, denotan un estado extenuado, agotadas de sostener esa arquería llena de símbolos y alegorías que reclaman sus historias, sus leyendas y sus cuentos que me hacen estremecer.
  El silencio se rompe con el sonido de unos pasos lentos, flemáticos, que se oyen por el corredor. Una silueta envuelta en sombras deambula plácidamente, extasiada, ajena al entorno que le rodea y hechizada quizás, por ese amor que aguarda con anhelo y deseo.
Es Nazhum, poetisa que espera a su poeta. Sus gestos denotan esas ansias que el enamoramiento deja. Se la oye suspirar lánguidamente y ese sollozo, ese lamento, se revuelve vivo, palpitante, real. Es él, su poeta, su amado que se deja entrever en el pórtico principal, luciendo una figura esbelta, estilizada, elegante que revela una pasión que ya no puede reprimir.
Ibn Quzman, poeta de poetas, camina hacia ella, a su encuentro, midiendo cada paso y sintiendo ya el roce de los labios de su amada. Se funden en un apasionado beso que deja sus corazones henchidos de gozo y frenesí. Sus mentes, completamente enajenadas, viajan en cálido ensueño, surcando paraísos olvidados en busca de un rincón en el que consumar su amor. Sus miradas se entrelazan en un acto de unión en el que abarcan los dos cuerpos. Sus manos, ardorosamente cálidas, se afanan en buscar esas curvas tersas, pulidas, sedosas, que esperaban a ser acariciadas febrilmente. Encadenados ya a ese estado de letargo férvido, sus andares pausados, inaudibles se deslizan espectralmente por el suelo de baldosas carmesíes. El ambiente se torna de tonos pastel que embriagan la atmósfera cargada de sensualidad. 
  Un vaho blanquecino y nacarado difumina las dos figuras fantasmales que el céfiro matinal se encarga de transportar a su época. Un olor a geranios envuelve el mágico momento enmarcando el lugar con tibios aromas otoñales.
  Salgo de la huerta callado, extasiado, pensando en los dos poetas que después de tantos años han vuelto a revivir su amor.

                                         J.C.Llamas.