Médicos

  
                                                                                                                               A Purificación.



 La habitación se encontraba sola. Apenas un rayo de sol de las últimas horas del día entraba por la ventana, haciendo resplandecer los utensilios que sobre la mesa descansaban, limpios, asépticos, después de una jornada de roces sensibles y calentamientos en esceso.
   La bata blanca, colgada en la percha, desprendía un olor a alcohol yodado que ella apenas percibía, ya que tantos años trabajando con el mismo efluvio la habían inmunizado y no lo notaba.
   Bajando por la Cuesta de Corvales, meditaba sobre su vida. Una vida de vocación y dedicación que desde niña había sentido, jugando con sus muñecas a aliviarles la fiebre y poniéndoles las inyecciones y apósitos que ella misma suministraba a sus pacientes que no lloraban ni se resistían a sus tratamientos. Ahora, cuando trataba con gente de verdad, que sí sentían dolor y tristeza su alma se fundía en sentimiento y ternura con esas personas y el trato ya no era solo profesional, salía de su ser un espíritu de cordialidad, de amistad y apego que influía mucho sobre ella haciendo de cada visita una ocasión para aportar afecto y cariño a todos sus pacientes.
   Después de una dura formación y muchas horas de dedicación y estudio había encontrado la ocupación que ella quería, la que ella deseaba con todo su ser, la que le hacía sentirse persona, un alma con la que poder expresar lo que su voluntad le exigía. Necesitaba darlo todo, dar toda su experiencia, todas sus horas de entrega a esa gente que lo necesitaba. Sentía que podía poner su granito de arena en este mundo lleno de envidias y egoísmos que no dejan hueco para la solidaridad y el amor sin llegar a querer nada a cambio.
   Cerró los ojos respirando el aire fresco de la tarde que impregnaba sus pulmones. Sintió las hojas de los árboles como tañían queriendo ofrecerle una orquesta de bulliciosas ramas intentando despegar en busca de libertad y ofreciéndole un sin fin de sensaciones que la sobrecogieron.
   Sabía que ese era su camino y que no lo cambiaría por nada. Sabía que era importante en su pueblo que la había acogido con cariño y lealtad.
   Quería dar gracias a sus compañeros que posiblemente sentía lo mismo que ella y que juntos hacían un gran equipo y un gran trabajo coordinandose a diario para que la atención a los vecinos fuera el adecuado y el correcto, ofreciendo siempre una sonrisa para intentar por lo menos paliar lo más posible los males y suplicios de los pacientes.
   Se iba la tarde cuando el aire gélido de febrero la obligó a abrocharse el abrigo pues un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Seguía bajando por la cuesta Corvales pensando en esa niña que rebosaba amor por los demás y quería dedicarse al cuidado de las personas. En esa niña que curaba a sus muñecas sintiendo que con sus manos podía arreglar el mundo.


                                                                                         J.C.LLamas.

Por San Antonio.

    La mañana se abre clara, fresca, límpida. Las nubes, en tonos rosados pastel se paseaban imperturbables por el cielo, como exentas de lo que pasa en la tierra y engrandecidas por su volumen y frondosidad, que las hacen majestuosas y señoriales.
   Salgo de la casa en dirección al barrio de San Antonio. Me gusta discurrir por esas calles angostas, gastadas, con aceras apenas perceptibles que las vecinas se afanan por mantener siempre limpias, barriéndolas desde primera hora de la mañana.
     Entro por Alonso Cano y las veo con su cepillo y recogedor, con su mandil color primavera. Se esmeran en demasía. Es como parte de la casa, un trocito de vivienda más que quizás se dejaron fuera y ellas como casi suyo se esmeran en arreglar para su disfrute. Dialogan tranquila y pausadamente, como si con ello pudieran alargar el momento de la mañana en la que comparten la limpieza de su zaguán de entrada con el de sus vecinas. El rítmico sonido de las escobas se mezcla con el rumor de sus voces que rompen el silencio de la mañana.
    Cruzo por la calle golondrina y el murmullo se acentúa más. En el bar de la Asociación ya hay algunos hombres compartiendo el primer cigarrillo de la mañana, charlando sobre las noticias del dia o sus achaques de la edad, que siempre les gusta señalar.
   Me saludan con cordialidad y afecto, con una simpatia quizás retraída que la hace más humana y entrañable.
     Saco mi cámara de fotos y disparo varias tomas del parque. Solo un ligero piar de pájaros de deja oir en su interior.
     Al revisar la instantánea, observo los árboles con sus tonalidades verde cadmio y marrón ocre e imagino el tiempo que están ahí, peremnes, estáticos, viéndonos pasar y observando nuestra vida fugaz que nosotros creemos eterna e imperecedera.
     Desciendo por la calle Granja y aún se puede ver un terreno olvidado, vetusto, donde se crian algunas gallinas y pollos que al paso de la gente se acercan curiosas esperando algunas migas de pan.
     Es entonces cuando mis sentidos se embargan. Cierro los ojos y un olor a pan recien hecho me envuelve, como un perfume que penetra en nuestro olfato y nos hace evocar sensaciones ya vividas y quizás olvidadas.
Y me acerco al horno de pan, donde los artesanos ya recogen y limpian la tahona con ganas ya de irse a casa a descansar.
     ¿Qué hay en estas calles, en estas esquinas, en estas plazas pequeñas, que me hacen meditar, abstraerme y reflexionar? Yo no lo sé. Me fascinan sus casas, sus vecinos, sus formas y su proceder de manera tranquila, sosegada, plácida.
      Este barrio de San Antonio, con tanto arraigo, tanta dignidad y nobleza me hace pensar que el tiempo se ha parado, que la vida nos da un respiro, un lapso en nuestra existencia para disfrutar de este barrio que nos enamora y nos conquista en todo su esplendor.

                                                                                                                 J.C.LLamas.